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«Personas con capacidades diferentes necesitan evaluaciones diferentes.»

#CalmarEdu nº82. Debemos ser capaces de evaluar lo diferente. Las adaptaciones en la evaluación son un objetivo esencial, de forma que se atienda cada vez mejor a las necesidades educativas y las condiciones de cada alumno.

Comparto plenamente que la evaluación es un componente insoslayable de la educación formal que requiere una revisión amplia y profunda en nuestro país, así como la aspiración a que todos los centros educativos, y en todas las etapas, sean efectivamente inclusivos (i.e., acojan y respeten la diversidad de capacidades, rasgos físicos, género, cultura u otras características del alumnado… y del profesorado mismo). En consecuencia, considero lógico y oportuno el desiderátum -recogido como punto número 82 de los 101 propuestos en el proyecto “Calmar la Educación”- de que los centros educativos adapten sus actuales procesos de evaluación para ser “capaces de evaluar lo diferente” y “atender cada vez mejor a las necesidades educativas y las condiciones de cada alumno”. Pero… ¡un momento, un momento! ¡no tan deprisa! ¿»Procesos adaptados de evaluación»? ¿Para poder evaluar “lo diferente”? ¡Ummmmm!… Veámoslo más despacio.

  1. Personas con capacidades diferentes necesitan condiciones diferentes de evaluación para poder manifestar sus competencias en igualdad real de oportunidades.

En 1957, el lingüista Noam Chomsky propuso una importante distinción entre los conceptos de competencia (que él identificó con el conjunto de conocimientos necesarios para realizar una tarea) y de actuación (que asimiló al conjunto de procesos de uso de esos conocimientos durante la realización de las tareas en tiempo real). Esta distinción me permite comenzar llamando la atención sobre dos de sus derivadas, a saber: (1) que la evaluación del nivel de aprendizaje o desarrollo de una competencia (p.e., las definidas en los currículos y programas de los centros educativos) implica por parte de los evaluadores hacer inferencias a partir de la observación de una actuación (o varias), en unas condiciones dadas; y (2) que en toda actividad/actuación (y, por tanto, también en toda situación o prueba de evaluación) la persona utiliza tanto competencias y procesos específicos, consustanciales a la competencia que se intenta evaluar (como los que tienen que ver con gramática de una lengua cuando se quiere evaluar la “competencia lingüística” de las personas), pero también competencias y procesos inespecíficos (sensoriomotrices, atencionales, mnemónicos, motivacionales, simbólicos…) que no están ligados a ninguna competencia en particular pero son imprescindibles en la realización de cualquier actividad relacionada con ellas. Que una persona rinda más o menos eficientemente en una tarea o situación de evaluación dada depende tanto de las competencias (específicas e inespecíficas) con que cuenta la persona, como de las demandas de procesamiento que esa situación o tarea concreta plantea. Y lógicamente, cuanto menores son esas competencias y/o cuando la cantidad o la complejidad de las demandas de procesamiento es mayor, la vulnerabilidad y la probabilidad de una actuación ineficiente (i.e., un fracaso) por parte de la persona es también mayor.

Diseñar en los centros educativos actividades de evaluación que permitan hacer inferencias fundamentadas, fiables y válidas sobre el nivel de desarrollo o aprendizaje de las competencias específicas previstas en los currículos, ajustando a las capacidades de los alumnos las demandas de procesamiento de las posibles tareas y situaciones de evaluación constituye, a mi entender, uno de los retos más complejos de una educación efectivamente inclusiva, por varias razones.

Por un lado, porque muchos alumnos –y, de forma muy especial, los alumnos vulnerables que presentan discapacidades derivadas de problemas sensoriales, motrices o del desarrollo neuropsicológico (sordera, ceguera, parálisis cerebral, discapacidad intelectual, trastorno del espectro del autismo, trastorno por déficit de atención, hiperactividad, trastornos de la comunicación, del aprendizaje y otros)- tienen de por sí limitaciones significativas, precisamente, en los sistemas y mecanismos neurocognitivos que sustentan la adquisición y el uso en tiempo real de las competencias conceptuales, procedimentales y actitudinales recogidos en los currículos educativos (competencias que, en realidad, se aprenden y evalúan también, pero implícitamente, en todos los demás contextos por los que transitan las personas antes, durante y después de su paso por los centros de educación formal).

Por otro lado, porque cuanto más se alejan las evaluaciones educativas de las actividades habituales de los alumnos, y más implican situaciones, tareas y/o materiales novedosas o ad hoc (como ocurre prototípicamente en los exámenes y las evaluaciones psicopedagógicas mediante pruebas estandarizadas), más probable es que el propio formato de la evaluación implique y añada demandas neurocognitivas espurias que operen en la práctica como barreras infranqueables para estos alumnos que son vulnerables por razones de discapacidad.

Muchas tareas y situaciones de evaluación (y, especialmente, aquellas estandarizadas en las que se sustentan las valoraciones y comparaciones de las administraciones a nivel intranacional e internacional) resultan en sí mismas neurocognitivamente discapacitantes. Quiebran la igualdad de oportunidades de los alumnos más vulnerables frente a sus compañeros en relación con los procesos de evaluación, y resultan tanto más desaconsejables cuanto más significativa es la discapacidad o “diversidad funcional”.

  1. ¿Todas las adaptaciones valen? ¿Cómo y hasta dónde hay que adaptar?

La idea de que los centros educativos que tratan de ser inclusivos deben adaptar sus procesos de evaluación (como sus procesos de enseñanza-aprendizaje) a la diversidad de características y capacidades de sus alumnos parece ampliamente aceptada, si bien los desarrollos normativos, las dificultades prácticas de implementación y la propia complejidad del proceso de cambio conceptual que deben hacer tanto los profesionales educativos como el conjunto de la sociedad evidencian la enorme distancia que separa todavía los deseos de la realidad tanto dentro como fuera de nuestro país. Específicamente en relación con la evaluación, esa idea ha dado pie, en pocos años, a múltiples iniciativas y propuestas de adaptaciones en los centros, lo que ha hecho aflorar, en mi opinión, retos y dilemas no sólo técnicos.

La inmensa mayoría de los educadores (incluidos los universitarios) parecen estar asumiendo sin mayor cuestionamiento la exigencia de proporcionar a su alumnado pruebas de evaluación en soportes compatibles con sus capacidades físicas (p.e., textos escritos en Braille y “traducidos” a lengua de signos para, respectivamente, los alumnos con discapacidad visual o auditiva; dispositivos y variantes informatizados de las pruebas para que los alumnos con parálisis cerebral o problemas de coordinación motriz eviten el uso tradicional de lápiz y papel, etc.). También, la mayoría de los profesionales parece entender y respetar la necesidad de ubicar a los alumnos con discapacidad intelectual, dificultades de aprendizaje, trastornos de la atención o del espectro del autismo, en puntos de las aulas o salas de evaluación que minimicen su alto riesgo de sucumbir a la interferencia de otros estímulos y distraerse durante las pruebas, así como de ampliar el tiempo que se les da para completar sus pruebas y compensar así su característica menor velocidad de procesamiento. Sin embargo, si hablamos de adaptaciones significativas sobre el contenido, la estructura y/o la presentación misma de las tareas, las referencias normativas y las orientaciones técnicas dejan de ser tan concretas, los grados de libertad (de los docentes y de los centros) se amplían, la falta de formación específica en los profesionales se acaba supliendo con dosis altas de intuición, improvisación y buena voluntad… y las dudas y recelos sobre el rigor, la fiabilidad y la validez de esas evaluaciones “adaptadas” se acrecientan dentro y fuera de los centros. Al intentar, por ejemplo, ofrecer a los alumnos con dificultades de comprensión versiones simplificadas o en lectura fácil de los enunciados de las preguntas; al aceptar revisar los criterios de calificación de ciertos ejercicios (p.e., para minimizar el peso de las faltas de ortografía en la calificación del alumnado con problemas de lectoescritura); al intentar traducir o apoyar con signos manuales y pictogramas las instrucciones de pruebas estandarizadas de evaluación… ¿qué cabe hacer?, ¿hasta dónde y cómo “adaptar”?, ¿cómo comprobar que las adaptaciones introducidas en las pruebas y materiales de evaluación están correctamente ajustadas a las condiciones y estilos de procesamiento de cada alumno, que evalúan las mismas competencias que se exigen a los demás alumnos, que no quiebran la igualdad de oportunidades del conjunto del alumnado (en este caso, por una “discriminación positiva”, que muchos aún considerarían excesiva e inaceptable, hacia los alumnos en situación de vulnerabilidad)?

Ahora mismo, tan sólo unos pocos documentos facilitan en español criterios técnicos básicos para orientar algunas de esas adaptaciones (una parte aún muy pequeña, en realidad).

Uno de estos documentos es la norma UNE de lectura fácil publicada recientemente en nuestro país y disponible –aunque no gratuitamente– en el siguiente enlace: http://www.aenor.es/aenor/normas/normas/fichanorma.asp?tipo=N&codigo=N0060036&PDF=Si#.WwVKBiC-mM). Otros son la Guía publicada por el MECD sobre lectura fácil (http://blog.educalab.es/cniie/2015/05/27/guia-de-lectura-facil), y la Guía, también del MECD, Educación Inclusiva. Iguales en la diversidad, que, entre otros, introduce los principios básicos del llamado “Diseño Universal de Aprendizaje” (UDL), un enfoque prometedor para asegurar que todos los alumnos puedan acceder a los contenidos y objetivos del currículo ordinario (se puede encontrar en http://www.ite.educacion.es/formacion/materiales/126/cd/).

Estos documentos (al igual que otros sobre estos temas) evidencian que las dificultades y dilemas que entraña el diseño de situaciones, tareas y/o materiales adaptados de evaluación no difieren mucho, en realidad, de los que entraña el proceso mismo, complejísimo, de transformación de los centros educativos (y del conjunto de la sociedad) en entornos efectivamente inclusivos siempre. Que no procede plantearse, por ejemplo, adaptar en lectura fácil los enunciados de las pruebas de evaluación si en el centro no se han hecho previa o simultáneamente cambios orientados a garantizar la accesibilidad cognitiva (i.e., la fácil comprensión) del conjunto de espacios, actividades y personas que componen ese centro (se pueden ver ejemplos de cómo llevar a cabo esos cambios en la Guía publicada también por el MECD en 2014 al respecto (http://blog.educalab.es/cniie/2015/05/26/guia-de-accesibilidad-cognitiva-en-los-centros-educativos/). Que no procede aplicar mecánicamente estrategias o recursos técnicos sobre cómo realizar adaptaciones, si no se aprenden y emprenden al mismo tiempo acciones estratégicas que logren persuadir a todos los miembros de la comunidad educativa (y al conjunto de la sociedad) de que sólo las políticas inclusivas que reconozcan, respeten e optimicen las ventajas de la diversidad podrán garantizar el mandato de Naciones Unidas sobre el cumplimiento de los derechos del conjunto de la humanidad.

Como recordaba Gerardo Echeita en unos de sus trabajos (2007), estamos en una situación de cambio: de “ya no” (una visión mayoritariamente segregadora de los centros educativos) pero de “todavía tampoco” (el logro de que todos los centros promuevan y funcionen desde una lógica de inclusión). Para mejorar la calidad de las adaptaciones en los procesos de evaluación y en todos los otros procesos que caracterizarían a un centro “inclusivo” (evitando situaciones absurdas como las que se pueden observar en algunos centros y aulas, de paredes forradas con pictogramas cuya comprensión real por los alumnos más vulnerables nunca nadie evaluó), harían falta programas específicos de formación de los profesionales, pero esa cuestión, como es obvio, ya sería “harina de otro costal”.

Mercedes Belinchón: Profesora titular de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid

Aquí puedes leer las 101 propuestas y otros artículos como este. Este artículo forma parte de la reflexión conjunta del proceso Calmar la Educación. Seguiremos publicando otras opiniones de personas relevantes del mundo educativo. Queremos generar un espacio de debate plural y abierto a todas las personas interesadas en la transformación educativa.

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1 Comentario

  1. Guadalupe Vargas 20 junio, 2020

    Los maestros somos parte fundamental del proceso de inclusión, nuestra actitud ante los alumnos es de vital importancia para crear un ambiente de inclusión verdadero en nuestras aulas.

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