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«Todos Educamos»

 “7 un tiempo para rasgar y un tiempo para coser, un tiempo para callar y un tiempo para hablar;

8 un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo de guerra y un tiempo de paz.”

Eclesiastés Capítulo 3

“Ningún pensamiento resiste sin tiempo y sin pozo. No puede ser que las cosas se hayan reducido a su piel y que cualquier intento por comprender sea delegado en la máquina que cambiará pensamiento por listado, texto por titular, categorías propias por categorías válidas. Hace tiempo que la imagen y el pantallazo se rebelaron frente a la reflexión pausada”

El entusiasmo. Remedios Zafra

“Pero cuando la gente empezó a preocuparse de…. de los alumnos, cuando se paró a pensar en cómo se os criaba, o si siquiera tendríais que haber sido creados, entonces, digo, ya era demasiado tarde.”

Nunca me abandones. Kazuo Ishiguro   

Una narrativa común.

Cuanto menos cree una sociedad en sí misma, más encuentra en la educación el chivo expiatorio para sus desdichas; más busca en la educación la respuesta a las preguntas que es incapaz de formular. Su falta de confianza hace que ante los conflictos someta a su sistema educativo a ordalías en las que su estéril e inevitable condena les devuelve a la resignación, cuando no a la complacencia.

España en las últimas décadas ha generado una sociedad razonablemente educada y educadora, (junto con Corea del Sur, la nación que más ha mejorado de la OCDE en los últimos 50 años). Goza de un muy digno sistema educativo que ha sido capaz de evolucionar para atender con solvencia y eficiencia retos de la envergadura de la democratización del acceso a la educación, la asunción de los derechos humanos en la convivencia, la incorporación a Europa o la integración de la inmigración. Es cierto que con la importante grieta del abandono escolar, en especial en momentos de bonanza económica.

Aun así, más allá de inevitables diferencias en un tema tan ideológico como es la educación, el debate educativo en España con frecuencia nos remite a un melancólico, cuando no simplemente descreído, enfrentamiento sobre intereses que apenas tienen que ver ni con el aprendizaje, ni con los niños y jóvenes. La ocupación del espacio público por esta “Wrestling” es muy difícil de compatibilizar con la construcción de un discurso educativo compartido.

La falta de un proyecto educativo nacional que dé respuesta a los cambios sociales, económicos y culturales de las últimas décadas supone una grave amenaza para la sostenibilidad del ya cuestionado Estado de bienestar. Con muchas probabilidades, una de las primeras víctimas de esta crisis sería el sistema educativo escolar, tal y como lo entendemos actualmente. La paradoja de una educación formal incapaz de generar el aprendizaje socialmente necesario, dispara su vulnerabilidad frente a las amenazas sistémicas y globales que sufre.

Las muestras de que el sistema está fatigado, que de hecho amenaza con romperse, son cada vez más perceptibles. Puede que, como señala José Mújica, Expresidente de Uruguay, su situación no sea excepcional: “La educación está en crisis, como tantas otras cosas, no encaja demasiado con las exigencias del hombre contemporáneo”. Muchas instituciones que creíamos consolidadas, y que considerábamos consustanciales a los derechos civiles están siendo cuestionadas, incluso en países de amplia tradición democrática. Para aquellos que se sienten protegidos por sus utopías neoliberales ante las amenazas de inestabilidad social, es sencillo repetir con Mark Elliot Zuckerberg, fundador de Facebook, “Muévete rápido y rompe cosas”. Ahora bien, la repercusión de una posible desescolarización en la inevitable tarea de educar, nos debería invitar a una reflexión pausada.

Es cierto que pese a la ausencia de un marco legal adecuado hay muchos centros y organizaciones que ya viven en la reflexión para la transformación. Recientemente, Alfredo Hernando señalaba las contradicciones de este proceso: “En España estamos asistiendo a una primavera de innovación educativa. Un florecer, inimaginable hace 10 años, de experiencias de innovación. Y es muy paradójico porque estas experiencias están protagonizadas por los docentes, no por las administraciones públicas. Son los profesores los que están empujando y arrastrando con sus ganas y con su trabajo. Pero hacen falta las instituciones“. Las posibilidades de una respuesta autónoma de los centros y de los profesionales, al margen de un marco institucional adecuado, se están agotando.

Además, debe ser una prioridad neutralizar la brecha educativa a la que nos podría llevar un sistema de dos velocidades; una, la de alumnos simplemente escolarizados diez o quince años, y otra la de aquellos que, pasados los años de educación inicial, aprenden las competencias para ser ciudadanos de pleno derecho en la sociedad del aprendizaje en que vivimos. Evitar esta división demanda aunar el esfuerzo de los profesionales, aplicar pedagogía con las familias e incorporar más recursos públicos pero, antes de nada, conseguir la calma necesaria para generar confianza en un relato educativo compartido.

El primer ámbito educativo en el que se refleja el cambio social es en su relación con las familias. La falta de una narrativa que dé sentido a la educación tiende a quebrar la confianza de las familias en la educación. El anhelo de promoción social y de desarrollo personal a través de la educación formal se esfuma según esta se aleja de la realidad. La reacción a este problema, que lidera las reformas educativas de los países desarrollados, es todavía más importante en sistemas con escasa tradición en la universalización de la educación. La OCDE en el Education at a glance de 2018 nos avisa de que «no existe movilidad intergeneracional ascendente en el nivel educativo alcanzado para el 55% de los hijos de padres con un bajo nivel educativo que tampoco han obtenido una educación secundaria superior».

Como señala Montserrat del Pozo, responsable de las Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret, las demandas sociales están cambiando: “Las familias necesitan comprender que hoy un estudiante que sea competitivo, que sea individualista, que sólo vaya a sacar buenas notas, no tiene futuro”. Estos cambios afectarán a todos los alumnos, como indica Jim Knight, Exministro de Educación Británico: “Cada vez será más difícil llevar una vida digna para la gente que no posee niveles altos de pensamiento creativo, de habilidades emocionales, de resiliencia y confianza en uno mismo, capacidades para el aprendizaje constante y para ser autodidacta.”

El credencialismo que legitimaba tradicionalmente la fe y el esfuerzo de las familias en la educación formal está siendo cuestionado por el mercado laboral y, por ende, como vía de promoción social. Las consecuencias de la afirmación de Marc Prensky, “Lo que llamamos formación académica es en realidad formación profesional para académicos”, que pudieran parecer triviales en el siglo XX, merecen una profunda reflexión para no frustrar las expectativas familiares y personales. La escuela necesita calma para repensarse y poder seguir siendo el principal apoyo educativo de las familias en el siglo XXI.

Pero, sin duda, las prioridades para calmar la educación son las que surgen de los protagonistas del sistema: los alumnos. El desapego de los jóvenes hacia la educación formal avanza en la misma medida en que lo hace la distancia entre lo que sucede en el aula y en su vida real (analógica y digital). Cada vez más nos encontramos a jóvenes que permanecen en la escuela sin terminar de comprender el sentido de lo que allí les sucede. Alumnos que viven la educación entre el estrés familiar (en aquellos entornos con valores culturales cercanos a los de la educación formal), para que “no se retrasen” y que saquen las mejores calificaciones (cuya máxima manifestación es el entrenamiento para la temida, e inútil educativamente, selectividad), y la sensación de pérdida de tiempo propiciada por promesas inviables, currículos disparatados, metodologías pasivas y aprendizajes repetitivos.

La educación es una ocasión única, para todos los alumnos, cada persona que la pierde es una tragedia social y personal; pero muy especialmente para los más vulnerables, porque como señala Carmen Pellicer, Presidenta de la Fundación Trilema, “la educación es la oportunidad para aquellos que no tienen una familia que les educa para elegir un futuro distinto al que están determinados por el lugar en donde nacen”.

La fatiga del sistema

La falta de una narrativa compartida apremia a los profesionales de la educación ante el incremento de demandas que deben ser atendidas por el sistema educativo. Es un pensamiento común que la solución a cualquier problema social pasa por que la educación, se entiende que formal, lo solucione. No hay ley, o sesudo contertulio que se precie, que no se acuerde de dejar deberes a los profesores. Todos los conflictos parece que se resuelven a golpe de asignaturas, o, lo que es lo mismo, trasladando el problema a la escuela. Recientemente hemos podido ver cómo la FAPE pedía una asignatura de periodismo para luchar contra las fake news, en la Asamblea de Madrid se pedía otra de urbanidad, como si hablara el mismo Sócrates, o cómo Arturo Pérez-Reverte reclamaba otra sobre Quevedo. La otra cara de este solucionismo educativo es la de responsabilizar a la escuela de males a los que es muy distante, cuando no totalmente ajena.

Por otra parte, la emergencia del entorno digital ha hecho que las obligaciones que se proyectan sobre la escuela se disparen. Perdida la inocencia frente a Internet, (señala el jurista Tim Wu en The Attention Merchants: “Lo que se suponía que era relevante para tus deseos e intereses resulta ser una explotación estudiada de tus debilidades”), y olvidada la ocurrencia de los nativos digitales, nadie duda en mirar a los centros educativos para que asuman la alfabetización digital y multimedia de los alumnos. La adquisición de competencias digitales para ser sujetos críticos y creativos frente a la omnipresencia del mundo de las pantallas es un nuevo aprendizaje básico que la educación formal no puede eludir.

En paralelo a la alfabetización, surge para la escuela otro reto propiciado por digitalización: la lucha por la atención, tanto en su relevancia social, como en su capacidad para guiar el aprendizaje de los jóvenes. La capacidad de fascinación de los contenidos digitales, producidos y promocionados con un derroche de medios y talento, repercute enormemente en el aprendizaje escolar. De igual manera que lo hace la pérdida de la habilidad de conversación. “La conversación cara a cara es el acto más humano, y más humanizador que podemos realizar. Cuando estamos plenamente presentes ante otro, aprendemos a escuchar”, señala la socióloga Sherry Turkle en su libro En defensa de la conversación. Como recojo en el artículo del libro “Educación para la conversación, conversación para la educación.”, “En el centro educativo la conversación es mucho más que hablar de los detalles de una asignatura; es el modo de aprender a hacer preguntas y a dar respuestas significativas, es la manera de generar discursos propios y de aprender a interpretar la información que se recibe.”.

Las exigencias que sufre la educación formal crecen conforme la sociedad toma conciencia de las transformaciones que vive y de la necesidad de valorarlas críticamente. En esta situación de crisis, son muchas las voces que se sienten urgidas a intervenir. Seguramente una de las más importante sea la del director de Educación de la OCDE y coordinador del Programme for International Student Assessment (informe PISA) Andreas Schleicher que en el libro titulado ¿Por qué educamos? señala como “las expectativas sobre los docentes son mayores y crecen cada día… queremos que tengan un conocimiento muy profundo sobre la materia y que lo amplíen constantemente… que sean apasionados, compasivos, inspiradores, comprometidos… que hagan amar el aprendizaje y respondan a las distintas necesidades de los alumnos”, pero, además, que “promuevan la tolerancia y la cohesión social, una evaluación continua e integral con feedback personalizado y procesos colaborativos… que establezcan objetivos comunes trabajando en equipo y con las familias”. Schleicher plantea también la necesidad de transformar los objetivos de la educación; “el éxito académico se traduce”, según Schleicher, “en la curiosidad, la capacidad de cuestionar incluso el saber y la cultura establecidos, en la capacidad de conectar ideas aparentemente no relacionadas” pero, además, “en formar el carácter de los alumnos con virtudes como la perseverancia, la empatía, la resiliencia, la ética, la valentía, el liderazgo o la capacidad de movilizar todo el conocimiento académico que tenemos para servir a un propósito social”. Apasionante y, cuando menos, inquietante responsabilidad la que se transmite a los docentes, que se ven atrapados entre el control normativo-curricular y las limitaciones organizativas y de recursos, y la presión de un ambiente que reclama un cambio general que, por otra parte, no termina de definirse ni de legitimarse.

Para poner en contexto la creciente presión a la que se somete al sistema educativo no vendría mal recordar “el principio de la interrelación que reina entre el acto educativo y el ambiente y que hace de la educación a la vez un producto y factor de la sociedad” que identificaba el Informe Fauré “Aprender a ser” de UNESCO hace 45 años. Una visión mítica o desestructurada de la escuela en poco favorece su futuro y su desempeño.

En primer lugar, la educación formal es una de las políticas públicas, sin duda de las más importantes, pero la política educativa, por muy adecuada que fuera, nunca podrá neutralizar el resto de las del Estado, ni mucho menos la capacidad del mercado para construir el imaginario social. Lo más básico, como sucede en los países escandinavos, sería concebirla al menos en integración con las estrategias nacionales de promoción de la infancia y la familia.

En segundo lugar, ni la escuela, ni el Estado, tienen el monopolio de la educación y menos del aprendizaje; todavía en mayor medida en un mundo altamente digitalizado. Como nos recuerda Carlos Magro, Vicepresidente de la AEA, en este mismo libro, «Siempre ha habido mucha educación sin escuela y mucho aprendizaje sin educación.».

En tercer lugar, estas nuevas metas educativas son posiblemente deseables y asumibles, pero su implantación exige algo más que buena voluntad por parte de los docentes. Los objetivos del sistema educativo deben estar definidos de manera precisa, al igual que su organización y la distribución de responsabilidades. Es esencial disponer de un auténtico sistema educativo, vertebrado y vertebrador. Asignar la gestión de las incertidumbres generadas por las actuales expectativas de cambio a los docentes es insostenible.

Preguntadas las familias por el principal objetivo que persiguen con la escolarización, la contestación mayoritaria es que haga buenas personas a sus hijos; ingente tarea. Por si fuera poco, la vida de los centros se ve crecientemente afectada por el legítimo interés de las familias por estar presentes para potenciar los procesos de aprendizaje de sus hijos y, además, para conocer y valorar el “curriculum oculto”.

Del mismo modo, desde el ámbito familiar están incidiendo en las instituciones educativas otros factores como la emergencia de la escolarización en el hogar, su conversión en entornos enteramente inclusivos siempre, la creciente medicalización de los alumnos y, de manera especial, el cambio de posición social de la infancia, lo que Marta Román, miembro de GEA21, califica como “la privatización de la infancia”.

Junto a las nuevas relaciones que la familia plantea con la escuela, no podemos olvidar las tensiones que se producen por el auge de los movimientos sociales, colectivos que no quieren cambiar la escuela, sino el mundo desde la escuela, considerándola el corazón de la sociedad. Al igual que tenemos que considerar la presión de las cada vez más activas políticas municipales, que consideran a los centros educativos nodos básicos para la creación de comunidad en el ámbito local. Todas ellas propuestas que tienden a competir por ocupar el tiempo de los alumnos y los espacios de los centros.

Otra causa de presión es la que generan los nuevos negocios que emergen en torno a la creciente complejidad de la gestión educativa y de la actividad docente. Empresas que luchan por una parte de ese 5% del PIB mundial que representa la educación. Si bien es verdad que la mayor parte de estas propuestas están vinculadas a la digitalización del aprendizaje, también lo es que cada vez en más  ámbitos, que van desde lo jurídico a la nutrición, pasando por la calidad o la innovación, surgen empresas de servicios educativos que aspiran a ayudar a los centros en su transformación.

Llegados a este punto no debemos olvidar la presión que generan sobre los centros las administraciones con el uso que hacen de la retórica de la autonomía. Detrás de esta idea hay una cierta asimilación del sistema educativo al mercado, pero también un reconocimiento de una incapacidad. “Si queremos mejorar, pero no sabemos cómo, más que imponer normas de efectos inciertos conviene dejar que cada escuela busque las soluciones que mejor le vayan” indica el Catedrático de Sociología de Educación Julio Carabaña. Si a la autonomía para todo le añadimos los efectos sobre el profesorado de la ideología del “techo educativo de McKinsey”, la conclusión a la que llegamos es que la falta de una política, de un discurso educativo claro y compartido, traslada a los centros y a los docentes toda la responsabilidad generando una creciente entropía en el sistema.

Por contradictorio que pudiera parecer, junto a la apelación a la autonomía nos encontramos un sistema agobiado por el control burocrático y la precariedad pedagógica e inconsistencia técnica del currículo. Es cierto que las leyes, como la tecnología, nunca han cambiado por sí solas un sistema educativo. Así podemos comprobarlo en hechos como los que recoge Mariano Fernández Enguita, en su libro Más escuela, menos aula; en España se implantó la obligatoriedad de la educación con la Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857, al hilo de lo que estaba sucediendo en todos los países liberales, 20 años antes que en Francia. Sin embargo, cuando estos la aprobaron, tenían un porcentaje tres veces superior de alumnos escolarizados que España. Ahora bien, la adecuación regulatoria a los objetivos que persiga cada sociedad con la educación es una condición necesaria para su consecución. Un sistema educativo sostenible vive adaptando con normalidad su normativa a un entorno mutante. Entre los años 2008 y 2014 en los países de la OCDE ha habido 450 reformas educativas. El problema no es que haya cambios en la normativa, el problema es que el criterio al que respondan estos cambios sea sentido como propio por los que deben aplicarlo y recibirlo.

Con todo, seguramente la mayor fuente de tensiones puede que sea  el Informe PISA de la OCDE. Además, no olvidemos que España es el segundo país en el mundo, en términos absolutos, después de EEUU, en relación con el impacto en los medios del informe PISA.

Lo curioso es que la relevancia para la vida de los centros y para la valoración social de la educación que tiene PISA se asienta en un malentendido, seguramente no inocente. Según sus propios autores, PISA no mide la actividad de los centros educativos, ni valora las políticas de educación formal de los países, y mucho menos evalúa el conocimiento de los alumnos. El éxito de PISA nos lleva a una situación paradójica: lo que no mide PISA no existe para valorar la educación, mientras que lo que mide PISA no existe para los centros ni para las políticas educativas.

Más allá de la importante información que generan los cuestionarios de contexto, que alimenta una literatura académica inabarcable, PISA evalúa un concepto que define el propio estudio: la “literacia”, “la aptitud de los jóvenes para explotar sus conocimientos y competencias para hacer frente a la vida real”. Concepto que de manera premeditada es totalmente ajeno a las programaciones educativas nacionales. La “literacia”, y con ella PISA, es un proyecto prescriptivo e ideológico, sin duda de enorme interés para la educación, pero como tal debería ser valorado.

“Quizá -como señala Julio Carabaña- una de las claves del éxito de PISA es que ha integrado las dos corrientes más poderosas en materia de educación: el utilitarismo economicista del capital humano y el progresismo pedagógico”. PISA se ha convertido en un paradigma educativo que justifica debates, y a veces legitima políticas, al margen de la educación formal.

Ante esta situación de apremio no habrá ni calma, ni transformación en la educación sin que haya una intensa demanda social que las reclame. Reflexionar con pausa es un primer paso para promover que los profesionales, con el apoyo de las familias y del resto de entidades sociales implicadas, lideren la exigencia de sosiego y responsabilidad. Apartar del marketing político a la educación no es más que una condición previa de un proceso mucho más complejo. La educación en España necesita una narrativa, una dirección que le dé sentido; la posibilidad de ser consecuente con lo que demanda la sociedad y con su historia. No podemos ignorar que la educación es, en esencia, transformación en valores. Evitar la apropiación del entendimiento es hoy una prioridad democrática difícilmente alcanzable si no conseguimos calmar la educación. No hay atajos, ni recetas, solo camino y voluntad para conseguir con la educación una juventud que no ponga límites a lo posible.

En el libro Calmar la educación. Palabras para la acción se recogen ciento treinta miradas desde muy distintos ángulos al sistema educativo; cientos de propuestas y argumentos para fomentar un debate desde la sociedad sobre la educación. Una conversación abierta que busque su propia realización más allá de prescripciones y apremios.

Alfonso González Hermoso de Mendoza.

Aquí puedes leer las 101 propuestas y otros artículos como este. Este artículo forma parte de la reflexión conjunta del proceso Calmar la Educación. Seguiremos publicando otras opiniones de personas relevantes del mundo educativo. Queremos generar un espacio de debate plural y abierto a todas las personas interesadas en la transformación educativa.

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