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Por qué no podemos prohibir hablar, leer o utilizar un móvil en el aula

Cuando hablamos, a menudo, hacemos alguna de estas cosas: pedimos algo, solicitamos información sobre algo, ofrecemos o compartimos algo. No es lo único, claro, que hacemos al hablar, pero el territorio común sobre el que construimos nuestra convivencia y nuestras evidencias compartidas se basa en el desarrollo progresivo de una gramática del pedir, del informar, del compartir. Esa gramática de la coexistencia nació de la interacción entre los seres humanos y la lengua que utilizaron para comunicarse está inscrita en el mismo gen que predispuso a nuestros antepasados a tallar piedras, el FOXP2. Durante decenas de miles de años la comunicación dialógica y la tradición compartida depositada en la memoria fueron los fundamentos de la sociedad, pero un día alguien inventó el alfabeto, alguien lo transformó en escritura y alguien lo traspuso a la página de un papiro o una tablilla inmovilizando toda la tradición oral. Eso no lo sentó nada bien a los antiguos griegos que montaron en cólera porque no entendían que se pudiera confiar en un texto inanimado y un monólogo baldío que generaba falso conocimiento. Y pretendieron impedir que los jóvenes leyeran.

Cuando leemos la página de un libro nos dejamos arrastrar naturalmente por la sucesión de las frases, los párrafos y los argumentos, porque la página de un libro está construida de tal forma que el lector debe prestar atención a la lógica progresiva de los enunciados, y porque la arquitectura del libro está pensada de tal manera que no podríamos prescindir de un capítulo sin que el conjunto no se resintiera por su ausencia. El propio objeto nos advierte, al tenerlo entre nuestras manos, que todas sus páginas gravitan unas sobre otras, que existe un hilo argumental que las atraviesa ordenadamente, y que requerirá de nosotros tiempo y concentración para ser recorridas en el orden previsto. Los libros y sus páginas son máquinas, tecnologías, que imponen un procesamiento ordenado y sucesivo de su contenido, que priman las relaciones entre las causas y los efectos, que demandan una forma de atención exclusiva porque su hilo conductor es lineal. De ahí que hoy los nativos tipográficos, todos los que tenemos más de 30 años, consideremos con desprecio los hábitos de quienes se desentienden de la lectura ordenada y silenciosa como forma primordial de acceso al conocimiento. 

Cuando consultamos o utilizamos un dispositivo digital consultamos a menudo, de manera casi simultánea, una noticia, contestamos un mensaje, visualizamos un vídeo y escuchamos la estrofa de una canción. También creamos objetos nuevos como palimpsestos a partir de esos mismos fragmentos, obras derivadas que toman prestados motivos previos para reinterpretarlos mediante el uso de un lenguaje que prima la mezcla, la fragmentariedad, la discontinuidad. Leer o escribir no es ya en ese ecosistema el seguimiento recto de un argumento sucesivo sino la yuxtaposición de objetos digitales diversos que configuran un nuevo lienzo y que demandan otra manera de ser percibidos. Quienes nacieron tras la difusión masiva de los ordenadores personales poseen más medios de expresión que nosotros, de ahí que lean de otra manera y que a menudo reelaboren y reinterpreten un texto tradicional echando mano de otros recursos digitales. Y de ahí que casi siempre muestren un desinterés casi absoluto por modalidades discursivas que les son del todo ajenas, que nadie les ha mostrado en toda su riqueza convirtiéndolas en objeto de debate y permitiendo que se apropien de ellas para extraer todo su significado.

Si recordamos a menudo aquella famosa frase de Marshall McLuhan en la que afirmaba que el medio es el mensaje, es porque cada medio impone una cierta lógica de uso y de consulta y, por tanto, una manera de sentir y de pensar. El medio modela el mensaje, lo modifica de tal manera que lo aboca a decir unas cosas u otras. Por eso hay medios más adecuados que otros para transmitir determinadas cosas.

A nadie en su sano juicio se le ocurriría decir que prescindiéramos en nuestras aulas de la voz, del diálogo, de los libros, de la lectura o de la escritura, porque forman parte de nuestro ecosistema mediático y porque la mayoría de nosotros, sobre todo los mayores nacidos en esa realidad, comprende sus demandas. A nadie en su sano juicio, en consecuencia, se le debería ocurrir prohibir el uso de otras tecnologías que generan un tipo de discurso diferente, que nos llevan a pensar de otra manera y que enriquecen nuestra comunicación. Prohibir un teléfono móvil o un Tablet en un aula, hablando siempre de usos pedagógicos, es tanto como extirpar a los alumnos su capacidad de hablar o de escribir.

Nuestra responsabilidad, eso sí, es gestionar la tensión que se puede dar entre todas esas formas de creación y de expresión: hacerlas convivir naturalmente en el aula, ofreciendo a los alumnos experiencias bien diseñadas, de complejidad creciente, en las que aprendan los usos y propiedades de cada una de ellas. 

Existen nativos orales, tipográficos y digitales, porque todo depende de la edad que tengamos y del lugar donde hayamos nacido. Nada de eso significa que ser nativo entrañe inmediatamente el dominio sobresaliente de la tecnología de la voz, de la escritura o de los medios digitales, sino que nuestra manera de percibir y pensar está moldeada y modelada por el medio correspondiente, y que necesitamos una formación específica para desarrollar una competencia aceptable en su uso. Si no entendemos eso, nos veremos abocados siempre a una suerte de confrontación acrítica en la que unos descartan la validez de unos medios y otros desprecian el uso de otros, demandando que se prohíban, expulsen o proscriban.

Existen ya muchas propuestas cabales para proporcionar una buena formación preventiva y activa en el uso de los medios digitales: en la Unión Europea disponemos de un Marco europeo de competencias digitales, de un Europass en Competencia digital y, también, de investigaciones dentro del Horizonte 2020 sobre Adolescentes, media y cultura colaborativa; en los Estados Unidos el ISTE publicó hace ya muchos años sus Estándares en competencias digitales para profesores, familias y alumnos; en América Latina el caso del Proyecto CEIBAL es ejemplar en su desarrollo y aplicación; y en España existen varias propuestas de marcos pautados para la formación en competencias digitales, tanto para el profesorado como para los alumnos.

No. No es razonable prohibir el uso educativo del teléfono en el aula, de la misma manera que no sería razonable prohibir la comunicación oral o la escrita. Quienes tienen la tentación de prohibir, como en otras ocasiones en la historia, son nativos de otras épocas que, irresponsablemente, pretenden vedar en vez de educar. Creamos las tecnologías que nos transforman cuando las usamos. Somos las tecnologías que creamos y nos crean.

Joaquín Rodríguez es Director de Diseño, Innovación y Tecnología Educativa en la Institución educativa SEK y miembro de la Asociación Educación Abierta

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1 Comentario

  1. juangarpea 28 octubre, 2019

    En principio la reflexión es correcta, falta por confirmar a partir de qué edades,…. la neurociencia debe dejarlo claro. Un cordial saludo

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