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«Aula-lenta»

#CalmarEdu nº79. Debemos empezar a evaluar lo que valoramos y no sólo aquello que sabemos o podemos medir. Si cambiamos la cultura de la evaluación transformaremos la educación. El reto es acordar los objetivos del aprendizaje de nuestros niños y jóvenes.

Hace tres décadas que conocemos tres de los síntomas de la enfermedad que padece la ciencia: dolaritis, burocratitis y meritocratitis. Todavía entonces el mal no tenía nombre, aunque no eran pocos los que lo relacionaban con la rápida introducción en la academia de las prácticas empresariales. El proceso se ha extendido dando origen a un tipo de conocimiento cuyo nombre describe una anomalía histórica y una enfermedad de nuestro tiempo. La llamamos ciencia neoliberal y necesitamos otros tres síntomas más para tratar de entender su singularidad. Emprendeduritis es la nueva forma con la que hablamos de dineros, retornos, stateholders, inversiones e incubadoras; impactitis es el modo de reconocer que los administradores se han hecho con el control de las instituciones y han impuesto las prácticas del new public management para gestionar las formas de producir, comunicar y validar el conocimiento; flexibilitis, por fin, sería el tercer síntoma y el nuevo término con el que describimos el innovador régimen de precariedad laboral, pues la retórica meritocrática no sólo discapacita a la inmensa mayoría sino que nos ha forzado a renunciar a nuestra condición de trabajadores y a muchos derechos que compartíamos con el resto de los empleados.

Lo que estaba pasando en el mundo del saber y del poder, en las universidades y en las corporaciones, poco a poco, de forma insidiosa e imparable, también está percolando nuestras aulas. Cuando la escuela se convierte en un lugar cuya misión es producir individuos funcionales, integrados y competitivos, entonces tenemos un problema, tanto más grande cuanto más naturalizada nos parezca esta creencia. Ya no queremos estudiantes críticos, sino creativos. Tampoco los queremos responsables, sino sobre todo capacitados. Tampoco buscamos la convivialidad, sino la popularidad. La noción de abierto habla más de accesibilidad que de jovialidad. Todo en la escuela está orientado a legitimar el simulacro que divide a los asistentes entre los mejores y los demás. Y muchos, cuando llegan a la Universidad, creen que es sano, deseable y necesario ejercer el privilegio de estudiar con los mejores maestros, en las mejores escuelas y con las mejores herramientas. Todo cosas que se pueden comprar con dinero y que consolidan las asimetrías que habitamos y habilitamos. Nos explican que el mundo está configurado como una constelación de problemas que nos están aguardando y que cada día se producen descubrimientos que los arreglan. Y para certificarlo llueven los premios, los galardones y los homenajes. Quienes así actúan son de este planeta, quizás nuestros vecinos, como también están entre nosotros los que tratan semejante proyecto de capacitista, solucionista e individualista, otros tres síntomas que deberíamos tomarnos en serio y que convergen con los ya citados. No es que sean más listos los que más críticas hacen, ni peores ciudadanos los que no denuncian las muchas desigualdades que heredamos. Ya no estamos para tales simplificaciones: sostenerlas es una ingenuidad propia de otros tiempos y que ya no nos podemos permitir. Ser crítico no equivale a ver o saber más, no es consecuencia de un gesto acumulativo ni supremacista, sino que quizás tenga que ver con la facilidad para escuchar mejor o para desaprender a fuego lento.

Entrar al juego de cambiar alguna asignatura, introducir una mayor oferta de materias de libre elección o fomentar la actividades extraescolares, quizás no cambie mucho las cosas y, por el contrario, contribuya a fortalecer las creencia de que no se puede hacer nada o hacer de otra manera. Me asombra que todavía aparezca gente por los medios subrayando la importancia de estos o aquellos contenidos o animando la derogación de leyes, ordenanzas  o normas. Lo diferente no es tener ideas propias que produzcan leyes (más) auténticas o redentoras. El gesto partidario se parece al disciplinar. Ambos nacen de un sesgo elegido y argumentable. Ambos también aportan cierta estabilidad cuando todo conspira en favor de la rapidez pues, al fin y al cabo, son derivas ya trilladas. También incitan prácticas conformistas, abstractas y distantes, porque ninguna generalización puede evitar el trazo gordo o preservar los detalles. La organización del conocimiento por disciplinas, por otra parte, se alimenta de la convicción de que siempre es posible distinguir entre sujeto y objeto, hechos y opiniones, naturaleza y cultura. Y eso solo ocurre en el espacio cerrado del laboratorio académico, el único lugar donde se nos dice que podemos aislar los fenómenos de su entorno, de su observador y del lenguaje con el que lo fraseamos. Esto es muy discutible y discutido, además de condición imprescindible para poder acelerar la movilización sin fronteras de los objetos a los que se de vida. Lo disciplinar implica dos movimientos con un mismo gesto: limitar la realidad a lo que podemos medir y excluir de su diseño a quienes hablan otro lenguaje.

La vía disciplinar no es la única posible. Aunque esté bien pavimentada, señalizada o vigilada, y sea confortable, funcional y rápida, también es verdad que nos ha acostumbrado a varias cegueras de las que podemos curarnos. La vía disciplinar, como ocurre en las autopistas, homogeniza los tránsitos: los hace irrelevantes, por insípidos y deslocalizados. Tomarlos demasiado en serio equivale a transitar con orejeras. Es como conocer una ciudad por sus aeropuertos, centros comerciales, campos de fútbol y oficinas bancarias. Salirnos de las rutas canónicas, la disciplinar incluida, implica un doble gesto de resistencia y de esperanza: resistente a lo funcional y esperanzado ante lo inaudito, lo inefable o lo inviable.

Expresado con otras palabras aprendidas entre fogones, puede decirse que en lo indisciplinar, lo tácito y lo afectivo está la sal que da brillo a un buen guiso. No es que tengamos que abandonar los precocinados, pues también se pueden tunear y acercarlos a sabores con más arraigo. La comida, como también hicimos con la escritura, la movilidad y el diseño, se han convertido en un medio, en algo meramente instrumental, irrelevante y privado. Pero nada es más político que lo que comemos, pues cada decisión sobre lo que vamos a ingerir contribuye a sostener o no el mundo que habitamos o a visualizar otros entornos posibles. Y lo que vale para la alimentación es extensible a la manera en la que nos desplazamos, la forma en la que nos relatamos o a las prácticas con las que prototipamos nuestras relaciones, cosas y espacios. Tunear lo estandarizado o politizar lo ordinario debería contar como una de nuestras posibilidades. Y nada nos obliga a pensar estas alternativas como actividades curriculares o extracurriculares, pues podemos imaginarlas como prácticas experimentales, extitucionales y exnovadoras.

Querría yo que en el aula todavía hubiera espacio para la incertidumbre, lo local y lo postfuncional. Querría que la lentitud fuera cómplice de los matices, las diferencias y los contrastes. Querría en definitiva que pudiéramos interpretar la vieja partitura curricular con un tempo favorable a lo inútil, lo común y lo tentativo.

Antonio Lafuente: Investigador Científico en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales

Aquí puedes leer las 101 propuestas y otros artículos como este. Este artículo forma parte de la reflexión conjunta del proceso Calmar la Educación. Seguiremos publicando otras opiniones de personas relevantes del mundo educativo. Queremos generar un espacio de debate plural y abierto a todas las personas interesadas en la transformación educativa.

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