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AEA Voz Educación Abierta

¿Con qué escuela me encontré?

El año 1963 aprobé la oposición a maestro.

¿Con qué escuela me encontré? Pues con la dispuesta en la ley de 17 de julio de 1945 sobre Educación Primaria, que salvo algunos retoques era la ley vigente. Ideológica y pedagógicamente, la misma escuela en la que yo había estudiado de niño. Una escuela «bajo la advocación de Jesús, Maestro y modelo de educación», definida en el art. 15 (cap. I, titulo II) como «la comunidad activa de Maestros y escolares, instituida por la familia, la Iglesia o el Estado, como órgano de la educación primaria para la formación cristiana, patriótica e intelectual de la niñez española«. Estaba claro pará qué debía servir la escuela, como lo estaba cómo habían de ser los maestros: «El Maestro es el cooperador principal en la educación de la niñez. Obra por delegación de los padres de familia y por misión que la sociedad le confía, garantizada por el Estado, a quien compete, en armonía con los derechos de la Iglesia, la formación, nombramiento e inspección de los educadores. Ha de ser hombre de vocación clara, de ejemplar conducta moral y social, y ha de poseer la preparación profesional competente y el título que le acredite ante la sociedad«.

Era la ley Ibáñez Martín que bajo la misma advocación puso a la ciencia española años antes, 1940, con la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En su discurso inaugural – Hacia una nueva ciencia española – pronunciado ante el Caudillo exalta «la falange de la Ciencia«, que califica «como aspiración hacia Dios«, «como aglutinante para la unidad política» y «forjadora del espíritu nacional«, en definitiva «como impulso de la grandeza patria«. Ahora bien, estas declaraciones de principios tanto en lo educativo como en lo científico no eran determinantes para el día a día escolar ni para la investigación científica.

Cada cual desde su sitio fue actuando como buenamente entendía. Los maestros, escasamente preparados para afrontar las tareas docentes, salíamos adelante siguiendo los libros, enseñando a leer y escribir recurriendo a las cartillas, preguntando lecciones, corrigiendo cuadernos, resolviendo problemas aritméticos y geométricos en la pizarra, haciendo dictados y poco más. Las únicas ocasiones en que se hablaba de métodos y recursos pedagógicos eran los Centros de Colaboración que organizaban algunos inspectores de zona con cierta periodicidad. En ellos contábamos lo que hacíamos con escasas alternativas para modificar nuestra rutinas. Sin embargo, cumplíamos y creo que bien con lo que realmente se pretendía de la escuela: enseñan a leer, escribir y hacer cuentas. Es decir, evitar el crecimiento del abultado analfabetismo reinante en España. Y de paso iniciar a los escolares en la adquisición de saberes diversos. Se era maestro, básicamente, para desempeñar esa misión. Pero había algo más, o al menos podía haber algo más para quienes entendíamos la escuela como una institución social.

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Salvando las distancias en el tiempo, todavía resonaban los ecos de la escuela pública a que se refiere el profesor Tomás Gil en el discurso pronunciado con motivo de la inauguración de la primera Escuela Normal de Segovia (19/11/1841), ante las autoridades políticas, con motivo del cumpleaños de la reina Isabel II y bajo la regencia del general Espartero: «Obligados hasta ahora los niños a concurrir á los establecimientos de enseñanza más bien por temor o costumbre que por interés hacia ellos, los miran con frecuencia como un sitio destinado a la perpetua mortificación. Precisados a ejecutar un día lo propio que el anterior y a obrar por mera rutina, se cimentan más y más en esta absurda creencia de consecuencias tan fatales para la educación primaria«.

Pero, Excmo. Sr., jamás culparé de esto a los profesores de primera enseñanza. Pospuestos a la más ínfima clase de la sociedad, escasos de recursos con que atender a las precisas necesidades de la vida ¿es de extrañar que miren con desprecio una profesión, que sin embargo de ser la más indispensable, tiene sumidos en la más completa miseria a los que a ella se dedican? ¿Les cabe alguna culpabilidad porque en sus establecimientos no se haga otra cosa que engendrar en el corazón de los discípulos tedio mas bien que amor a todo cuanto tenga algún inmediato contacto con el estudio? ¿Se preguntará por ventura la causa de que las escuelas públicas de España se hallen en el mismo estado que en tiempos cuyo recuerdo llena de luto el corazón de los buenos?

La escuela pública, llamada por entonces escuela nacional, era una escuela para pobres. La mayoría del alumnado pertenecía a las clases más desprotegidas y la estancia en la escuela, en los pueblos sobre todo, era irregular, dependiente de las labores agrícolas en las que solían participar toda la familia. Era necesario conocer a los padres, conocer sus casas, sus precariedades, los trabajos a que se dedicaban, sus hábitos alimentarios, sus costumbres y entretenimientos, todo cuanto permitiera hacerse idea de a quiénes servía la escuela y qué esperaban de ella, al margen de las exultantes definiciones programáticas contenidas en las leyes. Porque la escuela estaba en la vida real. Por entonces se iniciaron las reuniones con los padres, incluso en alguna escuela – concretamente en Cinco Casas (Ciudad Real)- implantamos clases de adultos para padres y madres, la mayoría analfabetos. También empezaron, promovidos por las administraciones educativas, los comedores escolares. Ganada la confianza de las familias, los maestros solían ser requeridos para echar una mano en situaciones de cualquier índole.

Así entendida la escuela, a pesar de las carencias de medios, del método rutinario basado en la memorización, de la precariedad de las instalaciones y del exiguo sueldo de los maestros, el trabajo era llevadero incluso gustoso como pude constatar entre los muchos maestros que conocí. Sobra decir que para los años que corrían y en comparación con las escuelas de otros países, mantener aquellos objetivos meramente instrumentales, así como la metodología al uso, era quedarse muy cortos. En las escuelas de frailes y monjas, las enseñanzas no iban mucho más allá, sí en cambio el adoctrinamiento

Esta escuela, con estos maestros y estos métodos, es la que muchos califican despectivamente como «escuelas del franquismo«. Incluso he llegado a leer en algún medio que aprenderse de memoria los ríos de España era «franquista». ¡Qué barbaridad! Y qué ignorancia de la realidad. Que eran las escuelas diseñadas por los vencedores no hay ninguna duda, pero una cosa, ya lo he apuntado antes, es el espíritu de la ley y otra su puesta en práctica. Como sucede ahora. Y otra, por supuesto, sería reivindicar la vuelta a las andadas.

Aquella escuela afortunadamente desapareció, pero cumplió un cometido que fue mucho más allá del tan aireado, por los fanáticos, «espíritu nacional«. Desde aquellas escuelas se enseñó y aprendió cuanto fue posible y son parte del soporte formativo de generaciones que han posibilitado la regeneración española en todos los órdenes. Ni que decir tiene que la ominosa persecución, opresión, apartamiento y encarcelación de que fueron objeto tantas personas, mi padre entre ellas, es un estigma que ha quedado indeleble para la historia.

Pero a nosotros nos toca hablar de la escuela.

Ser maestro de escuela ¿para qué? LECCIÓN INAUGURAL DEL CURSO ACADÉMICO 2014-15 en la Facultad de Educación – Centro de Formación del Profesorado
Por el Dr. D. Antonio Moreno González. Catedrático de Didáctica de las Ciencias Experimentales.

Antonio Moreno González. Miembro de la Asociación Educación Abierta.

Este Post forma parte de la lección inaugural del Curso Académico 2014-15 en la Facultad de educación de la UCM.

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